José Miguel Borja

Y habló sobre el arte de vivir: “no dejes nunca de perseguir la felicidad”, mientras evocaba el consejo de su padre: “procura ser feliz cada hora y cada minuto. Recuerda las palabras de Santa Teresa: la vida es una larga noche en una mala posada”

Era un día caluroso de finales de julio. Comentaban nuestros mayores que no se recordaba una ola de calor como la que sufría la ciudad. No obstante, el acto se inició con insólita puntualidad. A las seis y media.

Se nombraba hijo adoptivo al escritor, optometrista, director de cine, fotógrafo, periodista, locutor, creador de jarabes deliciosos y no sé cuántas cosas más: nunca se conoció en la ciudad, desde que se guarda la memoria, a nadie con tantas capacidades, cultura y proximidad a todos sus conciudadanos.

Al correr la puerta del salón de actos apareció él: alto, erguido sonriente, traje blanco, camisa fucsia y corbata de colores. Guiado por dos infantes, bajó los estúpidos escalones que precedían a la sala, hasta llegar, por el pasillo, al estrado entre cariñosos saludos amistosos a diestro y siniestro de gentes a las que no reconocía. Estaba prácticamente ciego.

Hubo un estruendoso aplauso con el que nos hermanamos aquellos que le queríamos.

A trompicones subió a la tarima, rodeado, eso sí, por las autoridades (era una oportunidad política para ellos, pues el autor tenía fama de iconoclasta y hasta de excéntrico).

Tras la lectura del acta realizada por el secretario, tomó el micrófono el mantenedor para loar al afectado y leer su largo e infinito curriculum. Mientras, él miraba sus zapatos obviando al lector. Ignoró la loa, ya que nunca fueron de su gusto ese tipo de discursos prefabricados y carentes de alma.

Finalmente, le instaron a tomar la palabra. Mi situación, de pie, al fondo del salón repleto, no me permitía anotar sus palabras, por lo que me ceñiré a lo que recuerdo, apoyado por lo que fui encontrado en sus libros.

José Miguel pasaba las páginas de su discurso. Una a una, como si lo estuviera leyendo, algo que todos sabíamos que era imposible dada su ceguera.

Y habló sobre el arte de vivir: “no dejes nunca de perseguir la felicidad”, mientras evocaba el consejo de su padre: “procura ser feliz cada hora y cada minuto. Recuerda las palabras de Santa Teresa: la vida es una larga noche en una mala posada”

También citó al obispo de Mondoñedo: “así como no hay un pensamiento único, tampoco hay una verdad única. Cada uno elige la verdad que más le agrada, porque lo importante es gozar con la verdad que nos hace felices”, alegando luego que “preocuparse y sufrir por lo que no existe, no tiene ningún sentido. Acabada la vida está la nada”. Como buen librepensador, tenía claro el sentido de la vida: “siempre decidido a vivirla mientras mereciera la pena, pues Dios, como padre amante de sus hijos, lo último que desearía es vernos sufrir o vivir como vegetales”.

Recordó las palabras de la doctora Sabina Torreblanca cuando dijo: “recuerde lo que le he dicho. Usted y sólo Usted, es capaz de transformar todos sus malos pensamientos en buenos y positivos para ser feliz”.

Alguna alusión, poco disimulada, hubo sobre aspectos propios de la política y sobre su siempre amada y buscada Libertad (siempre fue un hombre libre). En su momento, definió a la censura como el ángel exterminador al que tan aficionados son algunos españoles, afirmado que “sólo aquellos que se rebelan dan testimonio de ser libres”, citando, de paso, a Maquiavelo cuando aconsejaba al Príncipe que tuviese en cuenta que “la ignorancia del pueblo era la mejor garantía para evitar revoluciones”.

No eludió hablar sobre el amor a su familia. Nombró a su padre, dentista reconocido y hombre respetado, a toda su saga, emocionada, allí presente, y, muy especialmente, a su madre recordando lo que escribió en su día: “Aquí estoy con mi madrina, la Baronesa de Zafra. Doña Ana era una mujer muy elegante que tenía muy buena mano para las exquisiteces de la cocina y el muchacho que está junto a ella es su hijo, un escritor maldito que se exilió en Francia por sus escritos contra el gobierno”, aludiendo, sin duda, a su exilio interior, exilio que no impidió, en ningún momento, mostrar su amor por la ciudad. Recordando su infancia apuntó que “más que la casa, me gustaría encontrar todo el amor que se guardaba en ella”.

Como su vida transcurrió entre los libros y la música, fueron muchas sus alusiones a ambas:

“Para luchar contra la ignorancia y mejorar la condición humana en la política y en la vida social, no existía nada mejor que los libros”, texto adjudicado a Jovellanos, “el Ilustrado”, aseverando, al igual que Patricio Valdivia, el virtual librero chileno, que “los libros son la magia que nos lleva por la vida”.

Dejando aparte los libros de medicina que conoció en el despacho de su padre, nos reveló que “hay libros benéficos que pueden despertar la sonrisa en el lector y, dado que la risa es la mejor medicina para muchas enfermedades, resultan de gran utilidad para mejorar el estado general del lector”, todo un diagnóstico propio de galeno.

Nos contó que que en la luna y las estrellas habitan los grandes escritores, he hizo una emocionada alusión al abuelo Valdivia cuando su nieto, que acababa de cumplir quince años, aunque dudaba de la existencia de bibliotecas en el cielo, le puso las gafas de cerca en el ataúd para que pudiera gozar del placer de la lectura en el otro mundo. Tal vez fuera es su deseo futuro.

Y de nuevo la Libertad: “pertenecíamos, por nuestra desmedida afición por los libros, al reducido grupo de espíritus libres que viven en la heterodoxia»… volvió a llenar los vasos de licor y propuso un brindis: ¡por los libros!.

En lo referente al amor contaba que uno de sus amigos nunca abandonó su afición por el champán y las amantes; “dos grandes placeres que, bien dosificados, alegran la vida de los mortales”. También que Patricio Valdivia llegó a la conclusión de que “la peor perversión de la sexualidad es la castidad” y, al contrario de sus tías, había llegado a la conclusión de que no existían pecados del sexo “porque aquellos graciosos atributos creados por Dios no podían ser causa de condenación … es un gran pecado privarse del placer” .

Un escalofrío recorrió el salón

Evidentemente, nombró, como todo escritor que se precie, a sus personajes; esos que han ido apareciendo desperdigados en sus libros, como quien no quiere la cosa, y que son personas conocidas en la ciudad situados, tantas veces, fuera de su tiempo, en siglos pasados: José Luis Ferrer, el jesuita, en el XVI, la Baronesa de Zafra en el XIX, el psiquiatra… Con ello trataba de incorporar la historia y cultura universal a su provinciana ciudad, esa que pocas veces admitió la cultura abierta y tolerante que José Miguel representa.

El mismo nos comentó: “muchas veces los personajes de las novelas no son una creación original del autor, sino personas reales que el escritor convierte en personajes de sus novelas”, poco cuesta desfigurar a las personas.

Y así, esta vez, sin champán, brindamos los presentes por la imaginación, por la ficción, por los personajes que desfilaron por sus escritos y también por aquellos que los motivaron, finalizando tan solemne y divertido acto entre el aplauso y el delirio de las gentes que reconocían al autor, e incluso algunos se reconocían en él..

José Miguel salió con la amabilidad reflejada en su semblante y su sonrisa franca y aristocrática…

Me comentan que la sesión fue invalidada por un problema burocrático a los que tan acostumbrados estamos. Al parecer un edil se había constipado y otra se había ido a Londres a visitar a su hija que, según me cuentan, hacía excelentes hamburguesas en un pub de cuyo nombre no puedo acordarme: no hubo quórum.

Así que volverá a repetirse el acto que, entre aprobaciones parciales, dimes y diretes y demandas de documentos, se estima que tardará al menos un par de años.

Me temo que ya será tarde.

Fernando Mut Oltra, Arquitecto, Presidente de Sociedad Civil Valenciana

Artículo publicado en Levante EMV el

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